De sofoques y diabluras

Menopausia, casi una mala palabra. Quizá peor, lo que hace unos años era ‘divircio’, ‘homosexual’. Esas palabras que se mencionaban en voz baja, casi en un susurro. En el círculo de las chicas, de mis chicas, ahora la palabra se hace presente, se manifiesta, se corporiza. Ronda, acecha, merodea en los rincones, en los estados de ánimo, en el dolor de rodillas, en el sexo, en el pelo quebradizo, en el adiós a la masa muscular (las que alguna vez tuvieron). Hace unos días, sentada en el coche manejando, vino el sofoco. Un calor atroz se apoderó de mi cuerpo; primero la espalda y después el trasero. Hervía como cerdo al horno; sólo me faltaba la manzana en la boca. Antes de empezar a echar humo, y con una angustia monstruosa, detuve el coche y mandé un mensaje al chat de amigas:

“Llegó la menopausia. Creo que tengo un bochorno”. Antes de que pudieran contestarme con algún mensajito de contención o de plano cualquier consejo, mis hijes me preguntaron qué pasaba.

“No sé, tengo calor, mucho. Tal vez tengo tengo fiebre”, respondí. Tampoco era cuestión de empezar a explicar la realidad, la maldita realidad de los años, en segunda fila en División del Norte. Y entonces, viéndome tan turbada, confesaron su crimen. Malditos asientos calefactables.

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