Hoy cumple años mi vecino. Es sólo un año más grande que yo, aunque parece mucho más. Es un poco serio y medio hosco, pero a todo dar. Cuando me mudé, me parecía importante que tuviera llaves de mi casa por si algo pasaba. Sin embargo, el tercer domingo que se metió a las ocho de la mañana para agarrar la bomba de aire para las bicis, pensé que tal vez no era tan buena idea y pedí mis llaves de vuelta. Una semana después, cuando dejé mi llavero dentro de casa y salí tan feliz a correr, no dudó un segundo en ayudarme a entrar… Siempre es buen momento para el rapel urbano.
Nuestra relación se ha ido profundizando en estos dos años: “Préstame un pyrex”; “Ahí te va el sleeping bag”; “¿Tienes ollita para el fondue?”; “Salgo un ratito, si tiembla por favor saca a los chicos”; “¿Mañana me ayudas a poner cortinas?”; “¿Tienes termómetro para carne?”. La prueba de fuego fue cuando le pedí que sacara mi basura porque la última vez se había llenado de gusanos y los del camión ya me habían regañado. Prueba superada. Nos hemos hecho amigos. No que vaya a su casa a pedirle consejo de nada (aunque yo encantada le daría varios), pero platicamos, chismeamos, intercambiamos hijes y hasta caminamos en la montaña. Nos echamos la mano, harto.
Hace un tiempo, la de la casa dos me dijo que nos parecíamos mucho, y sí, porque da la casualidad de que mi vecino es también mi hermano, y así, secote como es, lo quiero un montón. Así que si andan por aquí, pasen a felicitarlo.
