Goteras (o la fuerza del agua)

Cuando mi hija me pregunta qué elemento soy, en nuestras pláticas de superpoderes, siempre le digo que agua. Entre los cuatro clásicos, invariablemente sostengo que prefiero el líquido frente al fuego, el aire y la tierra. Será por eso que las goteras, las filtraciones y las humedades me siguen a donde vaya.  

De chica vivía en una un condominio en el sur de la ciudad, donde era común que se fuera el agua. No estoy segura si el sistema Cutzamala es el que alimenta al área de Coyoacán, pero a pesar de la enorme cisterna que había en la unidad, justo debajo de la plazoleta que servía de cancha de futbol, kick-ball, derrapadas en bici y donde creábamos coreografías de Flans sin pudor alguno, se iba el agua muy seguido. Al menos un par de veces dejamos las llaves abiertas. Ya saben, abres, no sale agua y ya no cierras. Terrible, sobre todo en una ciudad donde alrededor de 15 % sufre falta de agua, situación que afecta a cerca de un millón 300 mil personas. En aquellas ocasiones, el lavabo del baño se desbordó durante la noche cuando la cisterna volvía a funcionar, y el departamento se inundó. Recuerdo las maderitas del parquet flotando primero y después ya negras, semipodridas, de tan mojadas. El agua salía por debajo de la puerta de entrada y caía por las escaleras del edificio 4 o se filtraba por la losa al departamento de abajo. Las reparaciones corrieron por nuestra cuenta. Tan fuerte era la presencia de las inundaciones en el imaginario colectivo familiar, que aquella mañana del 19 de septiembre de 1985, cuando mi cama se sacudía de un lado a otro y mi mamá fue a despertarme en medio del sismo, entre sueños pensaba que una vez más se había inundado el depa y mi cama flotaba: «¿Dejaron abierta la llave otra vez?».

En otra casa donde viví muchos años, el agua me encontró otra vez. Primero fue África en el techo. Sí, África. El agua comenzó a filtrarse y el plafón, bofo por el tipo de construcción, se abombó hasta desprenderse poco a poco mientras los fragmentos que caían se rompían en pedazos y una nube de polvo cubría la sala. Cuando logramos detener la filtración, mi hijo descubrió que lo único que resistía en el techo era África, con todo y su cuerno; lo demás había sucumbido. Más adelante, dejé escapar la oportunidad de presentar en alguna galería de arte conceptual mi instalación sonora. Cinco cubetas en el piso recibían las gotas de un domo de vidrio. La junta se habría desgastado o movido en algún temblor y el agua, que viajaba por el filo del vidrio, había decidido caer en distintos lugares distintos y con variadas frecuencias, provocando una melodía rítmica según el recipiente que la recibía y la velocidad de goteo.

De la casa que habito ahora, no quiero ni hablar. La primera noche aquí llovió como llueve a veces en la Ciudad de México y el agua se metió por la pared. No pude nunca demostrárselo al propietario, pero fue así. Pasamos de esa inundación, en la cual se arruinaron todas las cosas que seguían en el piso después de la mudanza, a vivir sin agua por semanas durante un año.

Esto es NADA, simples anécdotas para hablar del poder del agua desbocada, o del poder de los que la gobiernan. En el mundo real es otra la situación. La casa de Lupe, en Neza, ya ha sufrido varias veces los serios y concretos estragos del desbordamiento del Río de los Remedios y del canal de Xochiaca. La privatización de los servicios de agua, y en algunos casos del líquido mismo, permea por ahí. La escasez de agua en vastas extensiones acarrea desigualdades inimaginables particularmente para las mujeres y niñas. La voracidad en la compra de terrenos con aparentes reservas adonde escaparán los poderosos a quienes no les alcanza para el vuelo al espacio exterior es feroz, incluso supera a la insaciable fuerza del agua. Podemos mencionar también, dado que los medios son más propensos a mostrarnos las lindas casas destruidas, las catástrofes líquidas en algunos países de Europa.

El agua, que muchas veces se manda sola  —o quizá sólo reacciona a lo que hemos provocado—, será mi elemento, pero el control lo tienen otros.

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