Hoy es el día del amigo en Argentina, la amiga, le amigue, amigui, dirían algunos por aquí. La verdad es que la fecha no me dice absolutamente nada, pero en esta temporada límbica, tal vez una estrategia para aligerar el paso indefinido del tiempo sea ésta de señalar ciertos momentos, como marcas en la pared cuando les hijes crecen.
Así que aprovecho el día de hoy para abrazar, siempre con la distancia indicada interponiéndose entre nosotras, a una amiga que quiero muchísimo y que, por el bicho del mal que llegó a trastocarlo todo, llevo varios meses sin ver. Mi amiga es muy flaquita, pero es la más fuerte de todas. Ella va y hace lo que se le ocurre, lo que quiere, incluso eligió su nombre. La miro de lejos, y me asombra y maravilla esa fuerza interna que tiene para todo. La admiro y a veces la envidio, cómo no. Aunque en estos tiempos no quede muy bien decir esto, me encantaría que me contagiara. Se derrumba a veces; desconfío un poco de los “siempre enteros”, pero prontamente se va para arriba de nuevo y sigue. Y con todo lo que tiene encima, todavía le queda espacio para preguntar y ocuparse por los demás.
Hace un par de años, con una panza en rápido crecimiento exponencial con dos cachorros dentro, me acompañó varias veces a ver la casa a la que me mudaría; para mí resultaba lo más angustiante de la vida, un salto al vacío. Me dio ideas, negoció con la inmobiliaria y, con ese pragmatismo envidiable, me aplanó el camino para que todo fuera sencillo. Gracias por siempre. Nada como compartir el sentido del humor filoso-negro-amargo-cursi-irónico-autoburloso con ella. Quiero ir a darle un beso y sobre todo hacer trompetillas en las panzas de esos dos cachorros de libre pastoreo, como dice su tía, la de sangre.
