Un par de meses antes del 19 de septiembre de 2017, dos personas murieron al caer en un socavón de la sección recién inaugurada de la carretera Cuernavaca-Acapulco. ‘Socavón’, palabra nueva. En eso pensé cuando aquel martes, el suelo en la Ciudad de México, y en varios estados más, se movió como nunca antes. “Socavón”, mientras, parada en medio de la calle Río Rhin en la colonia Cuauhtémoc, miraba cómo la vía se desfiguraba cual sábana siendo sacudida. Yo no dejaba de dar saltos absurdos de un lado a otro, apostando a la probabilidad y tratando de esquivar el posible hundimiento del asfalto, que no sucedió. El recubrimiento de los edificios aledaños caía sobre los coches estacionados; el ruido era aterrador. Por primera vez sentí miedo en un temblor. Mucho. Cuando vivíamos en el sur de la ciudad, siempre disfruté la agitación telúrica. Incomprensible. Un par de semanas antes de aquel día, el 6 de septiembre, al oír la alarma sísmica —la falsa, pero eso no lo sabíamos en ese momento—, mi hermano y yo decidimos seguir comiendo pastel el día de su cumpleaños en lugar de salir corriendo. Era imposible arrastrar a mi mamá con el aparto de oxígeno y la silla de ruedas; tampoco se trataba de abandonarla.

En Río Rhin, una señora que estaba cerca me agarró de la mano; estaba más asustada que yo. Tomé entonces el papel de madre protectora y traté de tranquilizarla, lo que ocultó por un momento mi turbación. Cuando pasó todo, caminé hasta el edificio donde se encontraba mi oficina, a pocos metros. Encontré a mis compañeras lívidas, sin parar de temblar ahora ellas y sin poder contener las lágrimas.

Un par de horas antes, durante el simulacro, habían seguido las instrucciones —yo no estaba, ese día había tenido una junta en otro lugar precisamente a esa hora—: “Los del piso 1, 2 y 3 salgan del edificio. Los del piso 4, 5 y 6 suban a la azotea”. En el simulacro todo fue bien. Ya en la azotea, varios aprovecharon para echarse un cigarrito; los vi en Instagram. A las 13:14, cuando sucedió lo casi imposible, mis compañeras del piso 5, al igual que los del 4 y los del 6, subieron a la terraza. La puerta de salida estaba cerrada. No hubo forma de abrirla. Entonces, alrededor de 30 personas volvieron a internarse en aquellas escaleras del terror, donde les agarró el latigazo eterno.

Las abracé. Mi amiga colombiana tenía un ataque de angustia severo. Nunca había pasado por algo así. Pero l@s mexican@s también estaban, estábamos, angustiad@s, desconsolad@s y espantad@s. Algunos minutos después, al enterarnos de los destrozos en la ciudad, nos invadió una sensación de vulnerabilidad ingobernable que penetró quizá en todos l@s habitantes del país.

Cualquier cosa podía pasar si el terror había repetido fecha.
Y pasó.
Y pasa.
Cualquier cosa puede suceder aquí. No sólo temblores.

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