Hay días así. Amanece pero no amanece. Te despiertas y es de noche. Podría ser por el horario de verano que tanta polémica atrae año con año, pero sabes que no es eso. Y sigue estando oscuro. Haces un poco de ejercicio, no mucho porque ya no estamos en edad; sólo lo suficiente para tener la desfachatez de no escribir “sedentaria” al llenar algún cuestionario médico. Y sigue estando oscuro. Ya para el desayuno, omelette con champiñones y jitomate, esperas alguna claridad; nada, apagón total. ¿Olvidaste el pago de la CFE? El día pasa, computadora, trabajo (es un decir), noticias que en su mayoría sólo empañan más, pero de pronto alguna alcanza a dar algún efímero destello que se ve prontamente opacado. Mensajes a medias, ánimo a medias, paseos a medias, conversas a medias; todo medio a medias. Faltan las medialunas, mas hay que cuidar la línea. Y así, en medio del eclipse, parcial o total, a según, en un instante, el cuarto, la casa, la vida se iluminan, un resplandor invade y se avecina una explosión, de las buenas. Y en realidad no pasó nada peculiar, nada singular. O sí, pasó todo; lo de siempre pero también lo más extraordinario: un par de farolitos dobles, con sonido integrado, potencia máxima y pilas eternas, emergen de la nada y alumbran el camino, que no se sabe a dónde lleva, pero al menos se ve. Son pocos, pero hay días así, ¿o no?

Maravilloso