Y así de pronto, en línea, por zoom y descalzo, terminó la primaria. No usó birrete, se puso un gorro de taquero que tenía por ahí. El fin de un ciclo marca un cambio, a veces arbitrario, a veces no tanto. Sin embargo, en estos tiempos, los fines de ciclo en el limbo están más canijos. Pesan y no pesan, un poco como los astronautas en la estación espacial. Son fines de ciclo que flotan, que medio no suceden, pero sí suceden (en este caso ocurre principalmente porque la madre —ésa sí pesada— no para de mencionarlo). Y entonces ahí se quedan, suspendidos, hasta que algo los haga caer… Se tienen que sentir, y sentir bonito.
El Cachorro crece: quiere y no quiero; quiero y no quiere. No es que tengamos opción, pero se vale decirlo. Esta etapa que se termina —hace unos días me preguntó: “¿Te acuerdas de los tiempos de escuela?”— ha sido tan linda, que si se extendiera más, no habría quejas (no me refiero a la escuela en casa). Pero lo que se viene también será lindo, y probablemente más vibrante. Justo hace poco recuperé mis diarios de adolescencia y, haciendo recuento, parece que sí, que se viene intenso, rápido, divertido, arribas y abajos, emociones, encuentros y desencuentros, que esperamos sean en vivo y no por zoom.
Así que eso, el Cachorro terminó la primaria.
